¿me prestas tu interfaz?
Ya he escrito antes sobre mi hermano mayor y cómo gracias a él es que comencé a hacer música. Para no reciclar lo que ya inmortalicé en un post de Instagram, les dejaré ese tripcito al final de esta página. Por lo pronto, quisiera remontarme a los recuerdos que tengo más frescos de cuando comencé a ver la música como algo serio, y eso también tiene que ver con mi hermano.
Basta con decir que él siempre fue el de la música, yo solo tuve suerte de estar a su lado. Yo tuve la suerte de que él aprendiera a tocar la guitarra a los 7 y de que decidiera estudiar Producción Musical. Como en todo lo demás en la vida (desde hablar, caminar y leer) yo aprendí solo de verlo a él hacerlo.
En una de las temporadas más oscuras y solitarias de mi vida, mi hermano y su música fueron mi única compañía. Había en mí un descanso que sólo venía de la música que se asomaba por debajo de la puerta de al lado. Creo que nunca le he dicho a nadie que la razón principal por la que decidí comprar un bajo fue porque quería hacer música junto a él; quería hacer algo que pudiera ser un complemento de lo que él ya hacía con su guitarra y sus letras. Secretamente, en un idioma que sólo él y yo hablamos sin necesidad de palabras, supe que apoyó mi decisión cuando llegó con un Fender Rumble (de lo cual después se arrepentiría ya que pasé los siguientes meses reventando el sonido de ese amplificador usado, practicando día y noche la discografía entera de The Cure).
En 2020, año de la pand*mia, con cada vez menos ganas de vivir (sorry for the sudden dark note) tuve que encontrar cosas dentro de casa que me mantuvieran inspirada, o por lo menos distraída. Un caluroso día de marzo decidí tocar la puerta de su cuarto, pedirle su interfaz y que me instalara un logic crackeado (por motivos legales tengo que decir que hoy en día ya lo pago). Ese día comencé a producir.
No podría decir con certeza cuándo comencé a hacer música. No sé si cuenta la música que hice con mi piano de juguete (regalo de mi cumpleaños número 7), la que hice con mi “batería” (hecha de cajas de cartón) cuando tenía 10, la que grabé en moviemaker en la Sony Vaio de mi mamá a los 11, la que escribí para mi perro Watson con mi ukulele a los 13, o las que a ciegas “produje” en Audacity, FL Studio y Soundtrap a los 18. Sé que no daría ni un peso por esas creaciones y que, si por mi fuera, las dejaría escondidas en el cajón debajo de mi cama por el resto de mi vida. Claro que, gracias a que estuve en el internet desde una temprana edad, ahora existe por ahí alguna huella digital de todas esas cosas.
Cuando se trata de la música me es difícil saber dónde trazar la línea. No soy músico (en el sentido de que no sé nada de teoría, no he tenido una formación seria en eso, todo ha sido por intuición y réplica), no soy productora (no he hecho más que mis propios proyectos), no soy artista (me etiquetaría como creadora solamente), definitivamente no soy cantante. Sé un poco de todo eso, pero no lo suficiente para tomar el título. El asunto es que, hoy en día, finalmente estoy en paz sin tener que tener un título que explique lo que hago. Hago música. That’s it.
Para mí, plp es un vehículo en el que puedo seguir explorando esto que tanto me gusta hacer, sin esperar llegar a un punto donde pueda ser reconocida bajo alguna de esas etiquetas que validen lo que hago. Solo quiero seguir disfrutando hacer lo que me nace hacer, conociéndome en el proceso.